Explosión Literaria

Pensar la literatura en relación con el arte, la fotografía y el cine puede ser un camino mágico que merece ser compartido.

Mil horas ¿Por qué en un pueblo de Estados Unidos hay una bombita que funciona hace casi 110 años, mientras que las nuevas no duran más de doce meses?




Fue precisamente por esto –porque desde hace mucho las bombitas parecen durar cada vez menos tiempo encendidas– que en 1972 algo llamó la atención de los miembros del departamento de bomberos de Livermore, California, y ese algo no tenía que ver con su peligroso oficio, sino con una lamparita que llevaba demasiados años haciendo arder su luz. Esta bombita había estado funcionando desde 1901, y quienes trabajaban iluminados por ella, comenzaron a comentar su inédita longevidad. Tan atípico era el ejemplar, que eventualmente crearon un Comité de la Bombita. Y montaron un sitio web en el que una webcam atestigua su funcionamiento (centennialbulb.org/cam.htm), le organizaron festejos y en 2001 celebraron públicamente sus cien años de vida. Según cuenta el coleccionista de bombitas Steve Bunn, la homenajeada fue creada por un tal Adolphe Chaillet en el pueblo de Shelby, Ohio, en 1895. Chaillet había desarrollado un filamento duradero, aunque nadie sabe cómo lo hizo, porque el hombre se llevó su secreto a la tumba. Hoy, la bombita de Livermore es única.

Ahora bien: si hay una lamparita que puede durar más de cien años, ¿cómo es que la mayoría de las lamparitas que compramos en el supermercado o la ferretería alcanzan a duras penas los doce meses de actividad antes de retirarse? Hay una razón, y no es que sus fabricantes no las pueden hacer mejores, más resistentes y duraderas, sino que no quieren. La primera vez que se expresaron al respecto con acciones férreas fue hace 87 años, en 1924. El 25 de diciembre de ese año, varios de los principales fabricantes –entre ellos Philips y Osram–, reunidos en Ginebra, crearon el cartel Phoebus, una confabulación de corporaciones nacida con el objetivo de controlar la producción y el consumo mundial de su producto. Si por su nombre suena como una organización secreta para el mal digna de una película de James Bond, es porque algo de eso tiene: para 1924, los avisos publicitarios anunciaban lamparitas que alcanzaban duraciones de hasta 2500 horas. El proyecto Phoebus, cuenta Marcus Krajewski, de la Universidad Bauhaus de Weimar, consistió en ponerle a esa vida útil un tope de no más de mil horas, y con ese propósito en 1925 crearon el Comité de las Mil Horas. La durabilidad de las bombitas sería controlada mediante unidades testigo separadas de cada serie fabricada, y con multas a los fabricantes que se desviaban del plan trazado. En dos años, la duración de la bombita descendió de las 2500 a las 2000 horas, y para 1940 ya no pasaba de las 1000 prometidas. Es decir, 500 menos de la bombita que Thomas Alva Edison había puesto en venta en 1881, más de medio siglo antes. Verdaderos genios perversos, los iluminados de Phoebus no sólo habían triunfado, sino que se habían convertido en los pioneros de un factor central de la sociedad de consumo: la obsolescencia programada. Es decir: un sistema de caducidad de los productos planificada por los fabricantes, no siempre explícitamente anunciada, sino en general ignorada por los usuarios. Este sistema se extendió a casi todos los bienes presuntamente “durables” que consumimos, desde la ropa hasta los electrodomésticos. En algunos casos, planificada con un siniestro y secreto nivel de precisión.

El de la obsolescencia programada es un factor que rige la economía mundial a tal punto que ya casi no lo vemos, porque está instalado de hecho en todo el sistema de producción. UN UNIVERSO DESCARTABLE

Comprar, tirar, comprar no empieza con la bombita centenaria ni con el cartel Phoebus, sino con un ciudadano barcelonés llamado Marcos López, cuya pequeña desventura con una impresora que imprevistamente deja de funcionar, sirve de hilo conductor al relato del documental. Cuando la máquina cesa de hacer su trabajo, vemos cómo un cartel del fabricante aparece en pantalla sugiriéndole enviarla a un servicio técnico. Pero al consultar a tres empleados distintos en busca de alguien que repare su impresora, los tres lo desalientan y le sugieren que lo mejor que puede hacer es comprarse una nueva, bajo el argumento de que hay algunas muy económicas que cuestan menos que un arreglo técnico.


La obsolescencia planificada obedece a una lógica de mercado que tiende al crecimiento permanente. Hay que vender más, y para eso es necesario que los productos duren poco. En la película un profesor de ingeniería industrial –disciplina donde la obsolescencia programada se estudia bajo el eufemismo de “ciclo de vida útil de un producto”– pregunta a sus alumnos cada cuánto cambian sus celulares por otros nuevos, y la respuesta casi unánime es que todos los años. Como si fuera natural, como si fuera realmente necesario, como si las novedades y ventajas técnicas de cada nuevo modelo realmente justificaran el cambio y, fundamentalmente, como si los fabricantes no pudieran ofrecer en un mismo producto varios de esos adelantos que van saliendo al mercado en cuotas. Según la lógica del “crecer por crecer”, explica el economista Serge Latouche, “nuestro papel en la vida parece estar limitado a pedir créditos para comprar cosas que no necesitamos”. Vivir comprando en cuotas cosas que, para cuando terminamos de pagarlas, ya han superado largamente su garantía, o han quedado muy retrasadas respecto de los nuevos modelos, o quizá ya ni siquiera funcionan.

Si bien el cartel Phoebus nunca existió “oficialmente”, existen testimonios de sus reuniones y acciones en los archivos de las compañías que lo integraron, y se sabe que, después de 1924 se patentaron innumerables desarrollos en materia de bombitas eléctricas –incluso una que duraba 100 mil horas– pero que nunca llegaron a comercializarse: tal era el poder del cartel. El primero en intentar implementar legalmente un principio de producción semejante fue el próspero inversor inmobiliario Bernard London, quien tras el crac de la bolsa de 1929, propuso en Nueva York un proyecto para volver obligatoria la obsolescencia programada con el fin de incentivar la economía y sacar al país del pozo. Aunque temeroso de que su idea pareciera demasiado radical para los adalides del libre mercado, London se animó a sugerir que debía ponerse por escrito que todos los productos tuvieran una vida limitada, “con caducidad legal”, tras la cual los consumidores los devolverían a una agencia del gobierno para su destrucción. El suyo era un plan, explica la narradora del documental, para lograr “un balance entre capital y trabajo”, asegurándose a largo plazo que no faltara ni una cosa ni la otra. Su idea no se puso en práctica, pero dos décadas más tarde renacería en nuevo envase y con mejor marketing, de la mano de un exitoso diseñador norteamericano llamado Brooke Stevens


Según se lo presenta en Comprar, tirar, comprar, Stevens fue “el apóstol de la obsolescencia programada en la Norteamérica de la posguerra”. A diferencia de London, Stevens no creía en forzar a los potenciales consumidores a dar por muertos productos que aún podrían seguir funcionando, sino que había que seducirlos para que éstos –en sus propias palabras– siempre quisieran tener “algo un poco mejor, un poco más nuevo, un poco antes de lo necesario”. Había que diferenciarse del “antiguo enfoque europeo que busca cosas de calidad que duren para siempre; donde te comprabas un buen traje que usabas desde tu boda hasta tu entierro sin renovarlo”, para generar un consumidor que estuviera permanentemente insatisfecho con el producto disfrutado y buscara uno “con la imagen más nueva posible”. En otras palabras, había que inventar la moda y las tendencias. Stevens recorrió todo Estados Unidos promoviendo la obsolescencia programada a través de discursos y charlas. Como señala su hijo, en entrevista con Dannoritzer, el modelo de Stevens funciona “a discreción del consumidor”, ya que, después de todo, nadie lo obliga a ir en busca de algo nuevo todo el tiempo

El tema es que la obsolescencia no ha quedado tan en manos del consumidor, como dice el hijo de Stevens. Ahí está el caso de las lamparitas, para probar que la vida útil de productos de uso cotidiano está delimitada técnicamente. También la industria textil encontró la manera de hacer que sus inventos más eficientes –como el nylon, creado por Dupont en el ‘40– perdieran parte de su eficiencia después de su lanzamiento inicial, de modo tal de alcanzar la cantidad y frecuencia “perfecta” de medias corridas o gastadas, es decir, de nuevas ventas. Los textiles aparecen como paradigma de este modelo en una película británica de 1951, que Dannoritzer rescata por su poder ilustrativo. Dirigida por Alexander Mackendrick, y protagonizada por Alec Guinness, El hombre del traje blanco narraba las desventuras de un químico que inventaba algo así como la tela irrompible, lo cual no sólo despertaba la ira de los fabricantes, sino que también salían a cazarlo los empleados de las textiles, que temían perder su trabajo.

El de la impresora del barcelonés Marcos López es un ejemplo más moderno e incluso más flagrante, porque mientras que podemos intuir más o menos cuánto nos dura la ropa cuando la compramos, uno quiere creer que el electrodoméstico caro que adquirió hace menos de un mes durará al menos bastante más que su garantía. Decidido a reparar su impresora, López descubre la trampa del fabricante: un chip lleva inscripta una cantidad de impresiones tras la cual el artefacto empieza a dar error. La cifra está ligada a un sobrante de tinta que se crea por el funcionamiento de la máquina, pero en lugar de enseñarle al cliente a limpiarlo, el fabricante lo manda al service, y el resto es la historia de siempre: mejor cómprese otra. Dannoritzer también entrevista a Elizabeth Pritzker, la abogada de San Francisco que entabló una demanda exitosa contra Apple porque las baterías de los primeros iPod sólo duraban 18 meses, y Apple no vendía baterías de repuesto, sino que disponía un teléfono de consulta oficial que tenía por política, otra vez, desechar y comprar de nuevo.



UN MUNDO OXIDADO



En su tramo final, el documental de Dannoritzer, Comprar, tirar, comprar se centra en uno de los efectos más dañinos de la obsolescencia programada: el sobreconsumo produce desechos, y esos desechos contaminan el medio ambiente. La lógica del crecimiento infinito no tiene en cuenta que el planeta no es infinito. En general, las grandes corporaciones de la electrónica se deshacen de sus desechos enviándolos como productos de segunda mano en grandes contenedores destinados a países del Tercer Mundo. Pero, como señala el periodista y activista Mike Anane, de Ghana, como no se trata realmente de objetos reparables sino de basura, sólo sirven para seguir convirtiendo a Africa y parte de Latinoamérica en el basurero del Primer Mundo.

La teoria del Big Bang y el origen del Universo





El Big Bang, literalmente gran estallido, constituye el momento en que de la "nada" emerge toda la materia, es decir, el origen del Universo. La materia, hasta ese momento, es un punto de densidad infinita, que en un momento dado "explota" generando la expansión de la materia en todas las direcciones y creando lo que conocemos como nuestro Universo.

Inmediatamente después del momento de la "explosión", cada partícula de materia comenzó a alejarse muy rápidamente una de otra, de la misma manera que al inflar un globo éste va ocupando más espacio expandiendo su superficie. Los físicos teóricos han logrado reconstruir esta cronología de los hechos a partir de un 1/100 de segundo después del Big Bang. La materia lanzada en todas las direcciones por la explosión primordial está constituida exclusivamente por partículas elementales: Electrones, Positrones, Mesones, Bariones, Neutrinos, Fotones y un largo etcétera hasta más de 89 partículas conocidas hoy en día.

En 1948 el físico ruso nacionalizado estadounidense George Gamow modificó la teoría de Lemaître del núcleo primordial. Gamow planteó que el Universo se creó en una explosión gigantesca y que los diversos elementos que hoy se observan se produjeron durante los primeros minutos después de la Gran Explosión o Big Bang, cuando la temperatura extremadamente alta y la densidad del Universo fusionaron partículas subatómicas en los elementos químicos. Cálculos más recientes indican que el hidrógeno y el helio habrían sido los productos primarios del Big Bang, y los elementos más pesados se produjeron más tarde, dentro de las estrellas. Sin embargo, la teoría de Gamow proporciona una base para la comprensión de los primeros estadios del Universo y su posterior evolución. A causa de su elevadísima densidad, la materia existente en los primeros momentos del Universo se expandió con rapidez. Al expandirse, el helio y el hidrógeno se enfriaron y se condensaron en estrellas y en galaxias. Esto explica la expansión del Universo y la base física de la ley de Hubble.

Según se expandía el Universo, la radiación residual del Big Bang continuó enfriándose, hasta llegar a una temperatura de unos 3 K (-270 °C). Estos vestigios de radiación de fondo de microondas fueron detectados por los radioastrónomos en 1965, proporcionando así lo que la mayoría de los astrónomos consideran la confirmación de la teoría del Big Bang.

Uno de los problemas sin resolver en el modelo del Universo en expansión es si el Universo es abierto o cerrado (esto es, si se expandirá indefinidamente o se volverá a contraer).

Un intento de resolver este problema es determinar si la densidad media de la materia en el Universo es mayor que el valor crítico en el modelo de Friedmann. La masa de una galaxia se puede medir observando el movimiento de sus estrellas; multiplicando la masa de cada galaxia por el número de galaxias se ve que la densidad es sólo del 5 al 10% del valor crítico. La masa de un cúmulo de galaxias se puede determinar de forma análoga, midiendo el movimiento de las galaxias que contiene. Al multiplicar esta masa por el número de cúmulos de galaxias se obtiene una densidad mucho mayor, que se aproxima al límite crítico que indicaría que el Universo está cerrado. La diferencia entre estos dos métodos sugiere la presencia de materia invisible, la llamada materia oscura, dentro de cada cúmulo pero fuera de las galaxias visibles. Hasta que se comprenda el fenómeno de la masa oculta, este método de determinar el destino del Universo será poco convincente.

Muchos de los trabajos habituales en cosmología teórica se centran en desarrollar una mejor comprensión de los procesos que deben haber dado lugar al Big Bang. La teoría inflacionaria, formulada en la década de 1980, resuelve dificultades importantes en el planteamiento original de Gamow al incorporar avances recientes en la física de las partículas elementales. Estas teorías también han conducido a especulaciones tan osadas como la posibilidad de una infinidad de universos producidos de acuerdo con el modelo inflacionario. Sin embargo, la mayoría de los cosmólogos se preocupa más de localizar el paradero de la materia oscura, mientras que una minoría, encabezada por el sueco Hannes Alfvén, premio Nobel de Física, mantienen la idea de que no sólo la gravedad sino también los fenómenos del plasma, tienen la clave para comprender la estructura y la evolución del Universo.